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miércoles, 31 de mayo de 2017

Infierno blanco entre gigantescos amigos (Los Infiernos)

  
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                                                Infierno blanco entre gigantescos amigos

  Ocurrió en 1991 durante nuestra etapa más prolífera de alta montaña.
  Como hacíamos anualmente preparamos nuestra ascensión invernal a un tres mil de Pirineos, ese año decidimos subir a los Picos de los Infiernos.
  No nos podíamos permitir más que tres días de ausencia de nuestros trabajos así que aprovechamos un fin de semana con el lunes festivo.
  Partimos sábado por la mañana Paco, Enrique, José Luis y yo, cargados de ilusión y con grandes expectativas.
  Pasado Huesca y subiendo el Puerto del Montrepós nos dimos cuenta de que no iba a resultar sencillo nuestro objetivo; aquella noche había caído una gran nevada y aunque habían pasado las máquinas quitanieves apenas podía circular un vehículo por la carretera.

  Llegamos, con ciertas dificultades al Balneario de Panticosa buscando el refugio "Casa de piedra".Tampoco fue fácil encontrarlo pues apenas se veía a nadie por alrededor del Balneario.
  Por fin dimos con él; mientras nos fuimos instalando y preparando las mochilas para salir temprano; apenas dimos importancia a un mastín del Pirineo que deambulaba por alrededor de «La casa de Piedra». Cenamos temprano, como es costumbre en los refugios y salimos a callejear,por los nevados paseos del lago, con la vista puesta en el altivo y majestuoso collado de Pondiellos.
  Con la imagen amenazante del collado, nos metimos bien temprano en los sacos, sabedores de que la ausencia de montañeros nos permitiría descansar del largo viaje.
  De noche todavía y sin apenas divisar la senda de subida iniciamos el ascenso merodeados por dos grandes mastines que aparecían y desaparecían, unas veces detrás y otras delante de nosotros. Por fin conseguimos ver por donde había unas pronunciadas huellas en la nieve que se dirigían
a la Malleta baja y las seguimos. Vamos cogiendo altura y la nieve que al empezar estaba blanda se va poniendo con la inclinación peligrosa y dura.
  Llegamos a la Malleta alta y todavía nos siguen los mastines y nos tiene un poco preocupados,en la soledad de la montaña, la compañía de semejantes mardanes.
  Yo había tenido un par de malas experiencias con los perros de pequeño y aunque no les tenía fobia tampoco mucho aprecio.
  Va amaneciendo y las pisadas hace rato que desaparecieron. Seguimos subiendo por donde el roquedo y la nieve nos lo va permitiendo, siempre en dirección al collado de Pondiellos, nuestro primer objetivo.
  Debido a la fuerte inclinación de la nieve decidimos ponernos los grampones y nuestro amigo José Luis, que era primerizo en Pirineos, nos comunica que se lo ha pensado bien y que antes de complicarnos la excursión prefiere regresar al refugio, siguiendo las huellas que dejamos, para que podamos continuar a buen ritmo sin tener que esperarlo. José Luis se vuelve pero los mastines siguen para arriba tras nosotros.
  No sabemos que pensar de estos gigantones que se están pegando con nosotros la gran paliza; mientras vamos llegando al collado de Pondiellos.
  Descansamos y tomamos algo de líquido asombrados por el inmenso espectáculo que tenemos al frente. En primer lugar los misteriosos lagos, hoy prácticamente invisibles por la cantidad de nieve que tienen encima, y tras ellos, dominando este sobrepuesto valle, muy feas nubes que tan sólo nos permiten adivinar el vertical canalón nevado por el que intentaremos el ascenso a la cumbre.
  Los mastines un poco apartados de nosotros siguen tumbados en espera de que reemprendamos la marcha. A estas alturas, su presencia no sólo nos da confianza, sino que refuerza nuestra seguridad en conseguir el objetivo.
  Ladeamos el pico Pondiellos con suma dificultad pues en este semicírculo la nieve se nos clava hasta la ingle.
  Comienza a nevar antes de llegar al collado Saraseta y a pesar de que sabemos que en llegar a ese collado tendremos a mano la vertiginosa canal para alcanzar la cumbre, las dudas empiezan a hacer mella en nosotros.
  Sigue nevando intensamente y ya todo lo que nos rodea es completamente blanco.
  Pero volvemos a hacer nueva parada en el collado de Saraseta;
y tras recuperar energías, siempre los mastines a nuestra cola, reanudamos el último y costoso tramo hasta la pared que da pie a la vertical canal.
  Aquí decidimos dejar el peso de las mochilas y con unos pocos frutos secos y agua, nos encordamos, e iniciamos la penosa subida del canalón, donde nos resulta muy complicado ir ganando altura.
 Nuestros inseparables mastines, más cuerdos y experimentados que nosotros, se quedan al pie de la pared guardando nuestras mochilas.
  Esta interminable canal-pared está acabando con nuestras energías. Desde mitad de la canal ya no se divisan ni los mastines abajo ni el final de la canal arriba, tan sólo una intimidante blancura por los cuatro costados.
  Cuando, practicamente desesperados, salimos de la infernal canal y conseguimos recuperar la respiración, es el fuerte viento quien nos azota golpeando nuestros rostros con grandes copos de nieve, empeñados en evitar nuestro avance.
  Sólo con una mirada, los tres sin duda alguna, pensamos lo mismo «ya nadie nos detendrá hasta la cumbre».
  Ante nosotros y como un gran muro de nieve se nos muestra la cumbre central de los Infiernos, alrededor todo blanco hasta el infinito, tan sólo entre la niebla y la nieve una delgadísima arista que suponemos lleva hasta el cielo ... más allá de las nubes.
  Nos abrazamos con delirio y satisfacción pero una vez más los tres coincidimos en que hay comenzar el descenso pues la nevada se intensifica.
  Unas pocas fotos del blanco y enigmático paisaje y de nuevo buscamos la canal de descenso. Ahora sí, vemos el real peligro, un resbalón y los tres nos vamos para abajo. Comenzamos a anclar los piolets apoyando en ellos la cuerda, nos movemos muy despacio, casi dejándonos caer de espaldas y con paradas a cada instante conseguimos deslizarnos hasta el final de la pared.
  Cual no fué nuestro asombro al ver que los mastines seguían allí esperandonos. Nos volvimos a fundir en un largo abrazo.
  Mucho habíamos leído de los heroicos mastines de San Bernardo, que en Alpes socorrían a heridos o perdidos montañeros. Pero siempre teníamos la sensación de que había más de leyenda que de realidad en que esos enormes San Bernardo llevaban el barrilito de coñac a los montañeros en apuros.
  No daban crédito nuestros ojos, ¿como era posible que con la nevada que estaba cayendo aquellos mansos y enormes animales siguieran durante mucho más de hora y media esperando nuestro regreso?
¿Que sentimientos tan arraigados los mantuvieron a la espera?
  Pronto tuvimos que salir de nuestro asombro y seguir con el descenso. Todo a nuestro alrededor seguía blanco, pero lo más preocupante fue comprobar que nuestras huellas de subida habían desaparecido por completo, ocultas por la nieve que seguía cayendo.
  Hicimos una diagonal en bajada sabiendo que llegaríamos al collado de Saraseta; lo conseguimos trabajosamente pues a cada paso se nos hundía el cuerpo hasta la cadera. Pequeño descanso que nuestros amigos de cuatro patas se tomaron con santa paciencia.
  La distancia hasta el collado de Pondiellos se nos hizo eterna, faldeando el pico del mismo nombre y perdiendo el equilibrio constantemente al pisar en los ocultos agujeros de la ladera. Llegamos a Pondiellos muertos y sin apenas energías para seguir el descenso.
  Los mastines, siempre tras nosotros,eran nuestra mejor garantía; ya tan sólo confiabamos en ellos para llegar al Balneario.
  Hicimos otro esfuerzo y en cuanto encaramos el descenso, sólo el vacío se hizo a nuestros pies. Abrimos los ojos todo lo que pudimos con intención de perforar con nuestra vista el amenazante e intenso blanco de nieve y niebla que nos envolvía. A ciegas y con cautelosos pasos que nos hundían en la recién caída nieve, hicimos un par de fracasados intentos para descender, sin conseguirlo; siempre acabábamos al borde de algún abismo o escalón imposible.
  Estos fueron los momentos más trágicos de esta inolvidable jornada.
  Desfallecidos e impotentes de salir de cada agujero que nos clavábamos, comenzamos a dejarnos llevar por la indiferencia quedándonos quietos e inertes esperando el dulce final que el agotamiento y el frío nos auguraban.
  Entonces aparecieron en acción los dos mastines lamiéndonos la cara y pateando a nuestras espaldas la nieve que nos tenía inmovilizados; apoyaron con fuerza su potente hocico contra nuestra espalda hasta conseguir que saliéramos de ese estado de dejadez y conformismo que hubiera resultado trágico.
  Esto se repitió en varias ocasiones, acudiendo siempre los mastines en nuestra ayuda.
  Poco a poco fuimos perdiendo altura, se suavizó la nevada y pudimos pisar tierra firme.
  No es preciso que puntualice mi cambio de opinión acerca de los perros. Os podéis imaginar que desde este día para mí los mastines del Pirineo tienen un corazón tan grande como las montañas que pisan.

  Pero sigamos el desenlace de este relato. Cuando por fin llegamos a la zona de bosque, deshidratados y consumidas todas las reservas de nuestros cuerpos, nos tumbamos en el suelo junto a nuestros salvadores y repusimos juntos las carencias alimentarias que demandaban nuestros mullidos cuerpos. Los mastines, por fin también tuvieron el premio merecido y compartieron con nosotros las viandas que nos quedaban.
  Y después de un reponedor descanso pudimos ver como se retiraba la niebla y satisfechos pero amedrentados por el mal trago, todos juntos emprendimos el descenso hasta el refugio de La Casa de Piedra.
  Al día siguiente nos despedimos de los dos animales con efusivos abrazos y caricias aunque ellos solo pensaban en seguir acompañando a la siguiente cordada que se arriesgara a subir a cualquiera de las complicadas cumbres que rodean el Balneario de Panticosa.
  Sólo puedo terminar este relato mencionando la solidaridad y generosidad de estos gigantescos y bonachones animales a los que deberíamos copiar los humanos.

(Este es un relato verídico que siempre estará en mi recuerdo)

22 y 23 de Marzo de 1991


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