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SENDEROS PERDIDOS
David había nacido en una pequeña granja de montaña. Su casa
distaba tres kilómetros de Áreo, un pequeño pueblo del Pirineo Leridano, en
plena soledad, junto a un arroyo del que se aprovisionaban. Su padre, Julio,
trabajaba en labores agrícolas en el pueblo. Su madre, Lucía, se ocupaba de la
granja y ahora también debía cuidar del niño, cosa nada sencilla, cuando hay
que alimentar y ordeñar a 25 cabras.
Un par de meses después nació un cabritillo al que Lucía llamó
“Saltarín” porque, apenas se puso en pie, comenzó a dar pequeños saltos. Como
la mamá de “Saltarín” murió en el parto, Lucía hubo de llevarse al cabritillo
dentro de la casa. Para alimentarlo a base de biberones, mientras amamantaba a
David. Ambos fueron creciendo, bajo la vigilancia de Lucía. Y, en cuanto David
consiguió arrastrarse por la casa, fue imposible separarlos. Ambos crearon un
vínculo de juegos y caricias como si de hermanos se tratara. El cabritillo se
acostumbró a estar con David y el niño no se separaba del cariñoso animal. Y
Julio tuvo que fabricar, con maderas, un pequeño corralito en el patio, para
controlarlos y que no se salieran de la vista de Lucía. A Lucía este
paralelismo entre el niño y “Saltarín” le permitía realizar todos los trabajos
con el resto de las cabras, que se alimentaban del enorme prado que había en el
cercado de la casa. Y su única ayuda era “Runa” una pequeña perra que se
encargaba de reunirlas y hacerlas entrar al cobertizo donde Lucía las ordeñaba.
Por aquellos días, un terrateniente del pueblo se hizo con un
tractor para trabajar las tierras. Y comenzó a disminuir el trabajo de Julio y
de otros agricultores que las trabajaban. Pronto, y en vista de los buenos
resultados que aquella máquina proporcionaba, pues hacía el trabajo de 10 braceros,
el empresario, dueño de gran parte del terreno del municipio, se atrevió a
comprar otro tractor. Y entonces sí que Julio y muchos otros jornaleros del
pueblo se quedaron sin trabajo. Lucía y Julio determinaron que la única salida
que les quedaba era aumentar el ganado que cuidaban y no solo dedicarse a la
leche y al queso que les proporcionaba el rebaño, sino que debían ampliar el
número de animales criando y vendiendo cabritillos.
David había cumplido ya tres años y “Saltarín” ya era una cabra
hermosa y de buen tamaño. Pero dada la nueva actividad de la familia, hubo que
separarla de David y de sus juegos. “Saltarín” pasó a engrosar el rebaño como
una cabra más, en espera de que llegara el turno de venderla. Esta separación
supuso para el niño su primer berrinche y suspiros. Y no sería el último. Este
fue su primer sendero perdido.
“Saltarín” fue sustituido por “Luna”, una perrita hija de “Runa”
que ocupó el corralito de David, al principio acongojado y sin consuelo. Aunque
muy pronto se volvieron uña y
carne, permitiendo a sus padres llevar a cabo con normalidad el
gran trabajo que llevaba cuidar a más de 50 cabras. A “Saltarín” también le
llegaron días de tristeza al separarlo de David e incluirlo con el rebaño y en
vista de que no comía ni se recuperaba, el matrimonio decidió colocarlo en el
siguiente lote de venta. Al niño le contaron que se había ido al bosque en
busca de su mamá.
Pasaron dos años más y David tuvo que ir a la escuela del pueblo.
Su padre lo llevaba por la mañana y lo recogía por la tarde. Esta segunda
separación le afectó, pero no fue tan gravosa, porque “Luna” lo esperaba al
regreso con muestras de cariño. Y David, poco a poco fue combinando el afecto a
“Luna” y a sus padres, con el de sus compañeros del colegio. En definitiva,
quedó también en el olvido otro tierno sendero, que por suerte recuperaría más
adelante.
Cuando el niño cumplió 10 años, su madre sufrió un ataque brutal
de asma y aunque Julio la llevó a muy buenos médicos, no consiguió que
mejorara. Y Lucía se fue consumiendo con continuos accesos de tos que la
dejaban sin aliento. Duró tres meses en medio de grandes sufrimientos. Hasta
que una noche no fue capaz de superarlo y se despidió de su esposo y de su
hijo, en un mar de lágrimas. Y David perdió su más amado sendero.
Hubo de dejar la escuela y ayudar a su padre en las tareas con el
rebaño. Ahora “Luna” era su principal compañera. Porque “Runa” estaba muy mayor
para trajinar con las cabras. Aprendió de su padre todo el oficio de cabrero. Y
como el rebaño ya rebasaba las 200 cabras; no tenían bastante con el pasto del
prado junto a la casa. Y David y Julio sacaron al monte el rebaño.
Convirtiéndose de granjeros en auténticos pastores.
Pronto se hizo David con el manejo del rebaño. Y su padre se
quedaba en la granja, ocupándose de la leche, el queso y el trato con los
clientes. Por las noches, ambos, a la luz de la luna, que se colaba por la
ventana, y el sonido del riachuelo, comentaban cómo se les había dado la
jornada, al calor del fuego de la chimenea que creaba un precioso cuadro
hogareño.
Una noche se oyó un escándalo entre “Luna” y “Runa” y salieron
corriendo hacia el cobertizo, donde encontraron malherida a la anciana perra y
con pequeñas heridas a la joven. Había sido un oso el que se había atrevido a
adentrarse en la granja y los perros con valentía le habían hecho frente.
“Runa” expiró antes del alba y David se volvió a quedar sin otro de sus
senderos.
Volvieron a ser años felices para David. El contacto diario con la
naturaleza lo convirtió en una persona sensible y noble. Contaba 18 años cuando
se relacionó con Mónica. Hija del maestro del pueblo, que había estudiado en
Balaguer, donde vivían sus abuelos, y solo aparecía por Áreo, en época de
vacaciones veraniegas. En el transcurso de este último curso escolar, había
decidido ir a estudiar a la Universidad de Lérida, para seguir allí estudios de
Botánica. Pero aquel verano, como en los anteriores, disfrutó de su pueblo y
sus padres. Hubo un casual encuentro en el monte, donde David peleaba con su
rebaño, mientras Mónica se dedicaba a recoger hierbas para, más tarde,
reconocerlas con las fotografías de sus libros. Como la joven no era conocedora
de aquellos apartados rincones, David no tuvo inconveniente en que le
acompañara durante su recorrido con el rebaño. Y así comenzó esta estrecha
relación sin buscarla. Los dos jóvenes se acostumbraron a esa compañía diaria
en medio de la naturaleza y Mónica amplió sus conocimientos sobre botánica,
instruida por el pastor. Tanto fue el flechazo, que ya no podían vivir el uno
sin el otro. Y aquellos maravillosos bosques hilaron las costuras de un amor
intenso y espontáneo. Fueron tres meses de felicidad continua, de abrazos
efusivos y momentos de gozo en medio de aquel paraje tan hermoso. La perrita
“Luna”, ella sola, se bastaba para controlar el rebaño y ellos insistían en sus
lecciones de botánica.
Pero llegó septiembre y Mónica hubo de partir con su padre a
Lérida y alquilar habitación para todo el curso. David comenzó a darse cuenta
de que todo podía quedar en la fantasía de un verano. Regresaron de Lérida
Mónica y su padre, después de conseguir que la admitieran en una casa con otras
dos estudiantes. Solo les quedaban 15 días hasta el inicio de curso. Y ambos
comenzaron a sentir el temor de la separación y sus consecuencias. Aprovecharon
bien esas dos semanas y quemaron todas sus naves en cada encuentro, como si no
fueran a haber más días, como si llegara la Apocalipsis. David tenía la cabeza
en otro sitio, y perdió más de una oveja por descuido.
Llegó el día de la separación y se juraron muchas promesas. Al
principio se escribían a diario y las cartas llegaban húmedas por tanta lágrima
vertida. Pasaron los meses y una de las compañeras de piso de Mónica tuvo que
dejar los estudios enferma. Y se incorporó a la casa otro universitario
conocido de Mónica que también estudiaba botánica. Debido a sus clases
compartidas y a la convivencia diaria, cada vez su relación fue más intensa y
las cartas le llegaban a David, más escuetas y espaciadas. La distancia y el
tiempo fueron consumiendo aquel amor veraniego con la misma rapidez que se
quema un leño. Mónica ya le dejaba entrever, en sus escasas cartas,
comentarios sobre las virtudes de Luis, su nuevo compañero de piso, y David
comprendió que tenía la batalla perdida, pues él, simple pastor con las cuatro
reglas, no podía competir con aquel universitario que convivía con Mónica.
De nuevo la tristeza y la soledad se apoderaron de David, cuando
dejó de recibir cartas de Mónica. Ni el ruido de los arroyos, ni el aroma del
bosque, ni el trinar de los pájaros fueron capaces de devolverle la alegría. Se
volvió una persona solitaria sin más contacto que el paternal. Ya no bajaba
para nada al pueblo y solo le faltaba hablar con las ovejas. Únicamente “Luna”
le daba calor y cariño, en aquel frío invierno, donde perdió el gran sendero de
fantasía y futuro con el que soñó durante los tres meses del verano.
El joven David, antes lleno de vitalidad, nervio y alegría, ahora
ni siquiera silbaba a las ovejas, se encontraba sumido en un laberinto donde
los senderos habían desaparecido. Perdido, en aquel bosque, donde solo veía
maleza y alimañas que lo devoraban, sin encontrar ninguna salida. Solo le
apetecía acercarse al borde de aquel gran salto de agua, donde la espuma se
encargaría de abrirle sendero nuevo.
“Perdió el joven todos sus senderos
y su mente no encontró más recursos,
sino volar desde el gran salto del río,
hasta que la corriente decidiera su destino”.
Elda 6 de
Mayo 2020
Jesús Gandía
Núñez
(Tabajo fin
de curso de literatura con José Joaquín MartínezEgido)
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