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lunes, 1 de junio de 2020

SENDEROS PERDIDOS (Relato fin Taller Literatura con José Joaquín Martínez Egido)


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SENDEROS PERDIDOS

David había nacido en una pequeña granja de montaña. Su casa distaba tres kilómetros de Áreo, un pequeño pueblo del Pirineo Leridano, en plena soledad, junto a un arroyo del que se aprovisionaban. Su padre, Julio, trabajaba en labores agrícolas en el pueblo. Su madre, Lucía, se ocupaba de la granja y ahora también debía cuidar del niño, cosa nada sencilla, cuando hay que alimentar y ordeñar a 25 cabras.
Un par de meses después nació un cabritillo al que Lucía llamó “Saltarín” porque, apenas se puso en pie, comenzó a dar pequeños saltos. Como la mamá de “Saltarín” murió en el parto, Lucía hubo de llevarse al cabritillo dentro de la casa. Para alimentarlo a base de biberones, mientras amamantaba a David. Ambos fueron creciendo, bajo la vigilancia de Lucía. Y, en cuanto David consiguió arrastrarse por la casa, fue imposible separarlos. Ambos crearon un vínculo de juegos y caricias como si de hermanos se tratara. El cabritillo se acostumbró a estar con David y el niño no se separaba del cariñoso animal. Y Julio tuvo que fabricar, con maderas, un pequeño corralito en el patio, para controlarlos y que no se salieran de la vista de Lucía. A Lucía este paralelismo entre el niño y “Saltarín” le permitía realizar todos los trabajos con el resto de las cabras, que se alimentaban del enorme prado que había en el cercado de la casa. Y su única ayuda era “Runa” una pequeña perra que se encargaba de reunirlas y hacerlas entrar al cobertizo donde Lucía las ordeñaba.
Por aquellos días, un terrateniente del pueblo se hizo con un tractor para trabajar las tierras. Y comenzó a disminuir el trabajo de Julio y de otros agricultores que las trabajaban. Pronto, y en vista de los buenos resultados que aquella máquina proporcionaba, pues hacía el trabajo de 10 braceros, el empresario, dueño de gran parte del terreno del municipio, se atrevió a comprar otro tractor. Y entonces sí que Julio y muchos otros jornaleros del pueblo se quedaron sin trabajo. Lucía y Julio determinaron que la única salida que les quedaba era aumentar el ganado que cuidaban y no solo dedicarse a la leche y al queso que les proporcionaba el rebaño, sino que debían ampliar el número de animales criando y vendiendo cabritillos.
David había cumplido ya tres años y “Saltarín” ya era una cabra hermosa y de buen tamaño. Pero dada la nueva actividad de la familia, hubo que separarla de David y de sus juegos. “Saltarín” pasó a engrosar el rebaño como una cabra más, en espera de que llegara el turno de venderla. Esta separación supuso para el niño su primer berrinche y suspiros. Y no sería el último. Este fue su primer sendero perdido.
“Saltarín” fue sustituido por “Luna”, una perrita hija de “Runa” que ocupó el corralito de David, al principio acongojado y sin consuelo. Aunque muy pronto se volvieron uña y
carne, permitiendo a sus padres llevar a cabo con normalidad el gran trabajo que llevaba cuidar a más de 50 cabras. A “Saltarín” también le llegaron días de tristeza al separarlo de David e incluirlo con el rebaño y en vista de que no comía ni se recuperaba, el matrimonio decidió colocarlo en el siguiente lote de venta. Al niño le contaron que se había ido al bosque en busca de su mamá.
Pasaron dos años más y David tuvo que ir a la escuela del pueblo. Su padre lo llevaba por la mañana y lo recogía por la tarde. Esta segunda separación le afectó, pero no fue tan gravosa, porque “Luna” lo esperaba al regreso con muestras de cariño. Y David, poco a poco fue combinando el afecto a “Luna” y a sus padres, con el de sus compañeros del colegio. En definitiva, quedó también en el olvido otro tierno sendero, que por suerte recuperaría más adelante.
Cuando el niño cumplió 10 años, su madre sufrió un ataque brutal de asma y aunque Julio la llevó a muy buenos médicos, no consiguió que mejorara. Y Lucía se fue consumiendo con continuos accesos de tos que la dejaban sin aliento. Duró tres meses en medio de grandes sufrimientos. Hasta que una noche no fue capaz de superarlo y se despidió de su esposo y de su hijo, en un mar de lágrimas. Y David perdió su más amado sendero.
Hubo de dejar la escuela y ayudar a su padre en las tareas con el rebaño. Ahora “Luna” era su principal compañera. Porque “Runa” estaba muy mayor para trajinar con las cabras. Aprendió de su padre todo el oficio de cabrero. Y como el rebaño ya rebasaba las 200 cabras; no tenían bastante con el pasto del prado junto a la casa. Y David y Julio sacaron al monte el rebaño. Convirtiéndose de granjeros en auténticos pastores.
Pronto se hizo David con el manejo del rebaño. Y su padre se quedaba en la granja, ocupándose de la leche, el queso y el trato con los clientes. Por las noches, ambos, a la luz de la luna, que se colaba por la ventana, y el sonido del riachuelo, comentaban cómo se les había dado la jornada, al calor del fuego de la chimenea que creaba un precioso cuadro hogareño.
Una noche se oyó un escándalo entre “Luna” y “Runa” y salieron corriendo hacia el cobertizo, donde encontraron malherida a la anciana perra y con pequeñas heridas a la joven. Había sido un oso el que se había atrevido a adentrarse en la granja y los perros con valentía le habían hecho frente. “Runa” expiró antes del alba y David se volvió a quedar sin otro de sus senderos.
Volvieron a ser años felices para David. El contacto diario con la naturaleza lo convirtió en una persona sensible y noble. Contaba 18 años cuando se relacionó con Mónica. Hija del maestro del pueblo, que había estudiado en Balaguer, donde vivían sus abuelos, y solo aparecía por Áreo, en época de vacaciones veraniegas. En el transcurso de este último curso escolar, había decidido ir a estudiar a la Universidad de Lérida, para seguir allí estudios de Botánica. Pero aquel verano, como en los anteriores, disfrutó de su pueblo y sus padres. Hubo un casual encuentro en el monte, donde David peleaba con su rebaño, mientras Mónica se dedicaba a recoger hierbas para, más tarde, reconocerlas con las fotografías de sus libros. Como la joven no era conocedora de aquellos apartados rincones, David no tuvo inconveniente en que le acompañara durante su recorrido con el rebaño. Y así comenzó esta estrecha relación sin buscarla. Los dos jóvenes se acostumbraron a esa compañía diaria en medio de la naturaleza y Mónica amplió sus conocimientos sobre botánica, instruida por el pastor. Tanto fue el flechazo, que ya no podían vivir el uno sin el otro. Y aquellos maravillosos bosques hilaron las costuras de un amor intenso y espontáneo. Fueron tres meses de felicidad continua, de abrazos efusivos y momentos de gozo en medio de aquel paraje tan hermoso. La perrita “Luna”, ella sola, se bastaba para controlar el rebaño y ellos insistían en sus lecciones de botánica.
Pero llegó septiembre y Mónica hubo de partir con su padre a Lérida y alquilar habitación para todo el curso. David comenzó a darse cuenta de que todo podía quedar en la fantasía de un verano. Regresaron de Lérida Mónica y su padre, después de conseguir que la admitieran en una casa con otras dos estudiantes. Solo les quedaban 15 días hasta el inicio de curso. Y ambos comenzaron a sentir el temor de la separación y sus consecuencias. Aprovecharon bien esas dos semanas y quemaron todas sus naves en cada encuentro, como si no fueran a haber más días, como si llegara la Apocalipsis. David tenía la cabeza en otro sitio, y perdió más de una oveja por descuido.
Llegó el día de la separación y se juraron muchas promesas. Al principio se escribían a diario y las cartas llegaban húmedas por tanta lágrima vertida. Pasaron los meses y una de las compañeras de piso de Mónica tuvo que dejar los estudios enferma. Y se incorporó a la casa otro universitario conocido de Mónica que también estudiaba botánica. Debido a sus clases compartidas y a la convivencia diaria, cada vez su relación fue más intensa y las cartas le llegaban a David, más escuetas y espaciadas. La distancia y el tiempo fueron consumiendo aquel amor veraniego con la misma rapidez que se quema un leño. Mónica ya le dejaba entrever, en sus escasas cartas, comentarios sobre las virtudes de Luis, su nuevo compañero de piso, y David comprendió que tenía la batalla perdida, pues él, simple pastor con las cuatro reglas, no podía competir con aquel universitario que convivía con Mónica.
De nuevo la tristeza y la soledad se apoderaron de David, cuando dejó de recibir cartas de Mónica. Ni el ruido de los arroyos, ni el aroma del bosque, ni el trinar de los pájaros fueron capaces de devolverle la alegría. Se volvió una persona solitaria sin más contacto que el paternal. Ya no bajaba para nada al pueblo y solo le faltaba hablar con las ovejas. Únicamente “Luna” le daba calor y cariño, en aquel frío invierno, donde perdió el gran sendero de fantasía y futuro con el que soñó durante los tres meses del verano.
El joven David, antes lleno de vitalidad, nervio y alegría, ahora ni siquiera silbaba a las ovejas, se encontraba sumido en un laberinto donde los senderos habían desaparecido. Perdido, en aquel bosque, donde solo veía maleza y alimañas que lo devoraban, sin encontrar ninguna salida. Solo le apetecía acercarse al borde de aquel gran salto de agua, donde la espuma se encargaría de abrirle sendero nuevo.

“Perdió el joven todos sus senderos
y su mente no encontró más recursos,
sino volar desde el gran salto del río,
hasta que la corriente decidiera su destino”.


Elda 6 de Mayo 2020
Jesús Gandía Núñez
(Tabajo fin de curso de literatura con José Joaquín MartínezEgido)

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